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Cuando se acaba el amor

Autor: M.ª Dolores Azaustre Garrido

Publicado en la revista Digital Crítica

El amor hace que aflore la mejor versión de uno mismo. Se hace bella la rutina embriagada de ilusiones. Se agudizan la creatividad, las ganas de soñar y de vivir. Las palabras se engalanan de poesía. Respirar se convierte en melodía. Es hermoso estar enamorado.

Sería maravilloso que existiera un instrumento para medir la intensidad de los sentimientos, de las emociones y de las ilusiones que experimentamos en cada momento. Lo más parecido que tenemos son las fotografías y las grabaciones que, transcurrido el paso del tiempo, pueden mostrarnos cómo era el brillo de los ojos o la franqueza de las sonrisas, sin duda, el mejor medidor de la felicidad.

Y cuando el amor es verdadero y se supera la fase idílica del trastorno mental transitorio del enamoramiento, es consustancial al ser humano la necesidad de querer compartir la vida con la persona amada. Es entonces cuando la mayoría de las parejas apuestan por emprender juntos un futuro, iniciando una convivencia común y creando un hogar.

A diferencia de lo que ocurre en algunos ordenamientos forales como el catalán, en nuestro derecho común sigue siendo el régimen legal de sociedad de gananciales el que se instaura por defecto al contraer matrimonio. Quiere ello decir que, salvo que se hayan establecido capitulaciones matrimoniales pactando otro régimen económico, al casarse se hacen comunes para ambos cónyuges los bienes y ganancias obtenidos por cualquiera de ellos durante el matrimonio, y que serán repartidos por mitad al disolverse el mismo.

Dada la arraigada tradición histórica del régimen de gananciales en España[1], hasta hace relativamente poco tiempo estaba mal visto optar por otro régimen económico que no fuera el de gananciales, como el de separación de bienes. No obstante, independientemente del régimen económico matrimonial elegido, o incluso para las parejas que optan por no contraer matrimonio, son muchas las vinculaciones económicas que se establecen entre los miembros de la pareja al emprender una vida en común. La compra de los muebles, el flamante coche y… la firma de la hipoteca para adquirir la casa de sus sueños. Y como culminación del amor en la pareja, vienen también los hijos y el deseo de formar una familia. Tenemos ya todos los ingredientes perfectos para la que, a la postre, y en el peor de los casos, será una ruptura entretenida.

Según el último Informe de Evolución de la Familia, en España se rompe un matrimonio cada cinco minutos. Dicen las estadísticas que España es el quinto país de la Unión Europea con mayor tasa de divorcios, solo superado por República Checa, Luxemburgo, Dinamarca y Portugal. Según los últimos datos registrados, en España se produjeron 96.824 divorcios, 4.353 separaciones y 117 nulidades. Se separan 60 matrimonios cada 100 bodas y 150.000 niños se ven afectados cada año por el divorcio de sus padres.

Las cifras son verdaderamente alarmantes. Pero de lo que no hablan las estadísticas es de los micromundos que subyacen detrás de cada ruptura. Detrás de cada una de ellas existen personas, portadoras de sentimientos, que generalmente están viviendo uno de los momentos más duros y dolorosos de su vida.

Para muchas personas la separación implica un salto al vacío, una pérdida del hogar por el que se ha luchado durante años, una merma en la economía, una ruptura con entornos sociales y lo que es más duro, a veces supone un distanciamiento de los hijos, a pesar de que los que se separan son los padres y no éstos de sus hijos.

De lo que tampoco hablan las estadísticas es acerca de los motivos de las rupturas, ya que desde el año 2005, se derogó en España el divorcio causal o culpabilístico –aunque de hecho se venía aplicando desde mucho antes la falta de afecto marital como causa esgrimida en la mayoría de los procesos–. El conocimiento de las causas desencadenantes de las rupturas es una cuestión que ha quedado ya reservada a los Abogados de Familia, que somos los que recibimos en caliente a esa persona, generalmente hecha un mar de dudas, que toma la decisión de separarse.

Son innumerables los motivos de ruptura y la realidad supera la ficción: desde los deleznables malos tratos físicos o psicológicos, pasando por las infidelidades, engaños, traiciones –cada vez más sofisticadas con la revolución de las redes sociales y el uso las tecnologías–. También son muchos los que se califican como muertos en vida porque ya no les queda nada de la persona alegre y jovial que eran antes de casarse, los que dicen haber perdido la ilusión y consideran que su rutina es un castigo de vida porque ya no sienten absolutamente nada por la persona con la que conviven. ¡Qué difícil es mantener viva la llama del amor y la ilusión!

Llegado el momento de la ruptura, es fundamental la elección de un abogado especializado en Derecho de Familia, dotado de los necesarios conocimientos jurídicos y de una sensibilidad especial. Un profesional especializado sabrá guiar el torbellino de sentimientos que a veces convierte en irracionales a los miembros de la pareja y que, de no ser debidamente encauzados, pueden desembocar en un divorcio o ruptura con efectos devastadores.

Se trata de dividir un patrimonio común o establecer las bases para su administración hasta su reparto (incluidas las cargas), fijar las pensiones económicas que garanticen un nivel de vida similar al anterior al de la ruptura y determinar cuál es la mejor opción de custodia (individual o compartida) para que los hijos puedan seguir creciendo con estabilidad y la presencia de ambos progenitores en su vida cotidiana.

En un divorcio no hay vencedores, ni vencidos. Una gran mayoría de los problemas se generan por la cuestión económica, y es que a veces resulta ciertamente complicado reestructurar las economías domésticas, especialmente las más modestas, pues con el mismo sueldo que antes servía de sustento a la familia, se han de mantener dos hogares. Ese instinto de supervivencia económica, unido otras veces al ánimo de hacer daño al otro, hace que existan peticiones de custodia de los hijos que enmascaran otros intereses, tanto de madres que se niegan a la custodia compartida para no perder el privilegio del uso de la vivienda y percibir una pensión de alimentos; como de padres que, sin pensar en el bienestar de sus hijos, solicitan esa modalidad de custodia en la falsa creencia de que de esa manera no tendrán que abonar una pensión de alimentos y no tendrán que salir de la vivienda familiar de manera permanente.

Y es que, igual que hay muchas formas de amar, también hay muchas formas de divorciarse. Sin duda la peor, es aquella en la que se pretende utilizar el procedimiento de divorcio a modo de venganza hacia el otro. Es entonces cuando aflora lo peor del ser humano, contando además con la ventaja de conocer bien al adversario.

¿Cómo es posible que los sentimientos de una persona hacia otra puedan oscilar de una manera tan drástica? Del amor al odio; del deseo al rechazo; de la generosidad a la miseria y egoísmo; de la ilusión al hastío y desidia… La que era la casa de los sueños, puede terminar convirtiéndose en la casa de los horrores; y los hijos, la mayor expresión del amor de pareja, cada uno los quiere para sí como si fueran de su propiedad o un trofeo de caza, convirtiéndose en auténticos rehenes.

Nunca olvidaré la dantesca imagen de un niño el día de su Primera Comunión, vestido de marinerito, en el que los padres en una pelea encarnizada por estar con él en ese día especial, terminaron cada uno tirando de la manga del precioso traje de Comunión. Finalmente tuvo que intervenir la policía. Sin duda, ambos consiguieron que se convirtiera en un día inolvidable para el menor, aunque lamentablemente, fue un recuerdo enturbiado por el egoísmo de dos personas adultas que al menos en ese momento, no supieron anteponer el amor y generosidad hacia su hijo, como demostró una de las mujeres juzgada por el Rey Salomón[2]:

“Ésta afirma: “Mi hijo es el que vive y tu hijo es el que ha muerto”; la otra dice: “No, el tuyo es el muerto y mi hijo es el que vive”. Y añadió el rey:

—Traedme una espada.

Y trajeron al rey una espada. En seguida el rey dijo:

—Partid en dos al niño vivo, y dad la mitad a la una y la otra mitad a la otra.

Entonces la mujer de quien era el hijo vivo habló al rey (porque sus entrañas se le conmovieron por su hijo), y le dijo:

—¡Ah, señor mío! Dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis.

—Ni a mí ni a ti; ¡partidlo! —dijo la otra.

Entonces el rey respondió:

—Entregad a aquélla el niño vivo, y no lo matéis; ella es su madre”.

Frente a ello, nos encontramos cada vez con más personas que optan por una ruptura civilizada. Según datos registrados del mes de septiembre de 2017, en el año anterior el 76,6% de los divorcios en España se tramitaron de forma consensuada, siendo contenciosos el 23,4% restantes. Muchas veces alcanzar un buen acuerdo y plasmarlo en un Convenio Regulador es mucho más complicado y laborioso, tanto para los abogados, como para los propios justiciables, pues son ellos los que tienen que tomar las decisiones sobre la forma de regular su futuro y el de sus hijos. Sin embargo en la vía contenciosa, se derivan todas las decisiones y responsabilidad al Juez, que en definitiva no deja de ser un tercero ajeno a la familia y que difícilmente va a conocer mejor que los propios padres, cuáles son las verdaderas necesidades del grupo familiar.

El reloj seguirá marcando el paso del tiempo inexorable. Algunos optarán por quedarse anclados en el pasado y otros se esforzarán por redireccionarse en el camino de la vida, renovando sus ilusiones. Pero en cualquier caso, hay un amor que nunca acabará: el de los padres hacia los hijos y el de éstos hacia sus padres. Indestructible, incondicional, paciente y generoso, perdurará para siempre.

[1] Dicho régimen económico apareció por primera vez en España en el Liber Iudiciorum (año 654), en una Ley del Rey visigodo Recesvinto, en virtud de la cual: el régimen económico del matrimonio era el de gananciales a partir del matrimonio; las compras y mejoras durante el matrimonio se reputaban comunes; los bienes recibidos en herencia de persona extraña eran privativos del cónyuge que los recibía; también eran privativos aquellos bienes ganados por uno de los cónyuges con la prestación de un servicio, o los donados por el rey o por el señor. Al fallecimiento de un cónyuge, o a la disolución por divorcio u otras causas, los gananciales no se dividían por la mitad más que si los bienes aportados al matrimonio por ambos cónyuges eran similares. De ahí pasó a la recopilación legislativa del derecho medieval castellano, el Fuero Viejo de Castilla y al Fuero Real, manteniéndose en Las Partidas (1.252-1.284) de Alfonso X El Sabio, con diversas matizaciones. Posteriormente el Código Civil español (año 1.889) establece el régimen de gananciales como régimen supletorio de primer grado, si bien, inspirándose en las legislaciones forales, introdujo como novedad permitir la libertad de pacto antes del matrimonio para determinar el régimen económico matrimonial por el que había de regirse el matrimonio. Con posterioridad, la Ley de 24 de abril de 1.958 sustituyó el concepto casa del marido con el que se definía la vivienda común del matrimonio, por el de casa de la familia u hogar conyugal; se eliminó la figura del depósito de la mujer consistente en el derecho-deber del marido de depositar a la mujer en casa de los padres o en un convento durante el proceso de separación y se limitaron los poderes casi absolutos que tenía el marido para disponer de los bienes inmuebles y establecimientos mercantiles, exigiendo el consentimiento de la esposa; la Ley de 2 de mayo de 1.975 introdujo la importante novedad de permitir el cambio de régimen económico matrimonial durante la vigencia del matrimonio y la Ley de 13 de mayo de 1.981 reguló la sociedad de gananciales en régimen de igualdad entre el marido y la mujer cumpliendo así el mandato constitucional de equiparación de derechos y eliminación de desigualdades entre hombres y mujeres en el derecho privado y el Derecho de Familia.

[2] Juicio de Salomón: se fundamenta en lo narrado en el Libro I de los Reyes (3: 16-28). En él se escribe el recurso que utilizó Salomón, rey de Israel, para averiguar la verdad en un caso judicial que se le presentaba: la disputa entre dos mujeres, el hijo de una de las cuales había muerto; ambas decían ser la madre del niño vivo.